En aquella fecha, aniversario del descubrimiento de América por Colón, en que se conmemoraba la “Fiesta de la Raza”, se celebró una ceremonia en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Allí estaban presentes el obispo de Salamanca, y el general Millán Astray, fundador de la legión extranjera, que por entonces era un asesor importante, aunque oficioso, de Franco. Su parche negro en un ojo, su único brazo y sus dedos mutilados le convertían en el héroe del momento.
La ceremonia tenía lugar a un centenar de metros del cuartel general de Franco, instalado desde hacía poco tiempo en el palacio del obispo de Salamanca, por propia invitación del prelado. Después de las formalidades iniciales, vinieron los discursos del dominico Vicente Beltrán de Heredia y del escritor monárquico José María Pemán. Ambos discursos fueron muy apasionados. También lo fue el del profesor Francisco Maldonado, que atacó violentamente al nacionalismo catalán y al vasco, describiéndolos como “cánceres en el cuerpo de la nación”. El fascismo, el “sanador” de España, sabría cómo exterminarlos, “cortando en la carne viva como un cirujano resuelto, libre de falsos sentimentalismos”. Desde el fondo de la sala alguien gritó el himno de la legión extranjera: “¡Viva la muerte!” Millán Astray dio a continuación los gritos excitadores de multitudes que ahora eran ya habituales: “¡España!”, gritó. Automáticamente, una serie de personas gritaron: “¡Una!”
“¡España!”, volvió a gritar Millán Astray. “¡Grande!”, contestó el auditorio. Y al grito final de “¡España!” de Millán Astray sus seguidores respondieron: “¡Libre!”
Varios falangistas, con sus camisas azules, hicieron el saludo fascista frente a la fotografía sepia de Franco que colgaba de la pared sobre el estrado. Todos los ojos se volvieron hacia Unamuno, cuya antipatía a Millán Astray era conocida, y que, al levantarse para cerrar el acto, dijo: “Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra los vascos y los catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo, - y aquí Unamuno señaló hacia el tembloroso prelado que estaba sentado a su lado -, lo quiera o no o quiera, es catalán, nacido en Barcelona”.
Hizo una pausa. Se produjo un silencio cargado de temores. Nunca se había pronunciado un discurso como aquél en la España nacionalista. ¿Qué diría el rector a continuación? “Pero ahora - continuó Unamuno - acabo de oír el necrófilo e insensato grito: “¡Viva la muerte!”. Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente.
El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor.”
En este momento, Millán Astray ya no pudo contenerse por más tiempo . “¡Mueran los intelectuales!” - gritó -. “¡Viva la muerte!” Este grito fue coreado por los falangistas, con quienes el militar que era Millán Astray tenía muy poco en común. “¡Abajo los falsos intelectuales! ¡Traidores!”, gritó José María Pemán, deseoso de limar las aristas del frente nacionalista.
Pero Unamuno continuó: “Éste es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.” 12/10/1936